Todo lo que veo me sobrevivirá.
Anna Ajmátova
Es demasiado tarde para maldecirte, para desearte,
digamos, la fealdad, como Yeats hizo con su hija. Cuando
la vimos en Sligo vendiendo sus cuadros, había funcionado:
era la mujer más fea y más vieja de Irlanda.
Pero estaba a salvo.
Durante mucho tiempo no entendí
sus motivos. En cualquier caso, es demasiado tarde,
como digo. Ya eres mayor, y preciosa.
Eres una borracha preciosa, hija.
Pero una borracha. No puedo decir que se me parta
el corazón. No tengo corazón cuando se trata
de la bebida. Es triste, sí. Sólo Dios lo sabe.
Tu viejo amigo, ése al que llaman Silo, ha regresado
a la ciudad, y el alcohol ha vuelto a correr de nuevo.
Llevas tres días borracha, me dices,
cuando sabes jodidamente bien que la bebida es veneno
para nuestra familia. ¿No te servimos de ejemplo
tu madre y yo? Dos personas
que se querían a golpes,
que acabaron a golpes con el amor que se tenían, vaciando vaso tras
vaso,
maldiciones, desgracias, traiciones.
¡Debes de estar loca! ¿No has tenido suficiente?
¿Quieres matarte? Puede que sea eso. A lo mejor
creo que te conozco y no te conozco.
No te estoy tomando el pelo, niña. ¿Quién te toma el pelo?
Hija, no debes beber.
Las últimas veces que nos vimos lo habías dejado.
El cuello escayolado y además
un dedo entablillado, gafas oscuras para ocultar
el moratón en el ojo. Un labio
que un hombre debería besar en vez de partir.
¡Oh, Dios, Dios, Dios!
Tienes que intentarlo ya.
¿Me oyes? ¡Despierta! Tienes que cortar con esto
y empezar de nuevo. Tienes que dejarlo por completo. Te lo estoy
pidiendo.
Vale, sólo te lo digo. Mira, el destino de nuestra familia
es el despilfarro, no el ahorro. Pero puedes cambiar las cosas.
¡Debes hacerlo, no tienes más remedio!
Hija, no bebas.
Te matará. Como hizo con tu madre y conmigo.
Así.
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