Todos los aspectos de la definición de los parámetros de la guerra contra el terror por parte de la administración Bush han servido para maximizar su rentabilidad y sostenibilidad como mercado (desde la definición del enemigo hasta las normas de los enfrentamientos o la escala creciente de la batalla). El documento publicado por el departamento de Seguridad Nacional declara: "hoy, los terroristas pueden atacar en cualquier lugar, en cualquier momento y con cualquier arma, cosa que significa -cómo no- que los servicios de seguridad necesarios deben ofrecer protección contra todos los riesgos imaginables, en todos los lugares posibles y en todo momento. Y no es necesario demostrar que una amenaza es real para aplicar una respuesta a gran escala; no con la famosa "doctrina del 1%" de Cheney, que justificó la invasión de Irak sobre la base de que si existe un 1% de posibilidades de que algo sea una amenaza, requiere una respuesta de Estados Unidos como si la amenaza fuese cierta en un 100%. Esta lógica es todo un regalo para los fabricantes de instrumentos de detección: por ejemplo, dado que podemos imaginar un ataque de viruela, el Departamento de Seguridad Nacional ha entregado 500 millones de dólares a empresas privadas para que desarrollen e instalen equipos de detencción contra esa amenaza no demostrada.
A pesar de los diferentes cambios de nombre -guerra contra el terror, guerra contra el islamismo radical, guerra contra el fascismo islamista, tercera guerra mundial, guerra larga, guerra generacional-, la forma básica del conflicto sigue siendo la misma. No está limitado por el tiempo, ni por el espacio, ni por el objetivo. Desde una perspectiva militar, estas características dispersas e indefinidas hacen de la guerra contra el terror una propuesta inalcanzable. En cambio, desde la perspectiva económica se trata de un objetivo inmejorable: no es una guerra pasajera con perspectivas de victoria, sino un mecanismo nuevo y permanente de la arquitectura económica global.
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