11.16.2011

Público privado

La mejor manera de entender el movimiento que Milton Friedman lanzó en la década de los cincuenta es concibiéndolo como una ofensiva del capital multinacional destinada a reconquistar la "frontera" colonial (sumamente lucrativa y sin ley) que tanto admiraba Adam Smith (antepasado intelectual de los neoliberales de hoy en día), aunque imprimiéndole un nuevo giro. En lugar de hacer campaña por las "naciones salvajes y bárbaras" de las que hablaba Smith y en las que no imperaba la ley occidental (una opción que ya no resultaba practicable en los años setenta del siglo XX), el nuevo movimiento se fijó como propósito el desmantelamiento sistemático de las leyes y las regulaciones existentes para recrear esa alegalidad anterior. Y allí donde los colonos de Smith obtenían su lucrativa rentabilidad de la apropiación de "tierras baldías" a cambio de "una insignificancia", las multinacionales actuales consideran territorio a conquistar y del que apropiarse toda una serie de programas estatales, activos públicos y bienes y servicios que no estén todavía en venta: los servicios postales, los parques nacionales, las escuelas, la seguridad social, la ayuda para los damnificados en los desastres y cualquier otro ámbito que pueda estar administrado públicamente.

Para la teoría económica de la Escuela de Chicago, el Estado es hoy una frontera colonial que los conquistadores empresariales saquean con la misma determinación y energía implacables con la que sus predecesores arrasaron con el oro y la plata de los Andes para llevárselo consigo. Si Smith previó en su época que algún día los terrenos verdes y fértiles de la Pampa y de las Grandes Praderas podrían convertirse en explotaciones agrícolas rentables, Wall Street ha visto en décadas recientes "oportunidades" parecidas en la telefónica de Chile, en las líneas aéreas de Argentina, en los yacimientos petrolíferos de Rusia, en el sistema de traída de aguas de Bolivia, en las ondas de la radiotelevisión estadounidense o en las fábricas de Polonia: todos ellos "terrenos verdes" construidos con riqueza pública, pero vendidos por una insignificancia. Tampoco podemos olvidar los tesoros que se han generado encargando al Estado la imposición de patentes y precios a formas de vida y a recursos naturales que jamás hubiéramos soñado que podían convertirse en artículos comerciales: semillas, genes... incluso el dióxido de carbono de la atmósfera terrestre. En su búsqueda insaciable de nuevas fronteras en el ámbito público para el lucro privado, los economistas de la Escuela de Chicago son como los cartógrafos de la era colonial, que tan pronto identificaban nuevas vías fluviales a través de la Amazonia como marcaban la ubicación de un supuesto alijo de oro potencial custodiado en el interior de un templo inca.

La corrupción ha sido un elemento tan habitual de estas fronteras contemporáneas como lo fue durante las fiebres del oro coloniales. Como los acuerdos de privatización más significativos se firman siempre en medio del tumulto generado por una crisis económica o política, no impera casi nunca en esos momentos un marco legislativo claro ni unas autoridades reguladoras efectivas: el ambiente es caótico y los precios son tan flexibles como los dirigentes políticos. Lo que hemos estado viviendo durante tres décadas ha sido un capitalismo de frontera, una frontera que ha ido cambiando constantemente de ubicación, de crisis en crisis, trasladándose tan pronto como la ley se ha ido poniendo al día de la situación en cada nuevo lugar.

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