Cada tanto a López le toca volver a trabajar porque ha
descubierto que el dinero tiene una desagradable propensión a irse encogiendo,
y que de golpe un grande y hermoso billete de cien francos sale del bolsillo
reducido a uno de cincuenta y cuando menos se piensa éste se achica a uno de
diez, tras de lo cual ocurre una cosa horrible y es que el bolsillo pesa mucho
más y hasta se oye un tintineo simpático, pero esas agradables manifestaciones
proceden tan sólo de unas pocas monedas de un franco y ahí te quiero ver. De
manera que este pobre sujeto prorrumpe en cavernosos suspiros y firma un
contrato de un mes con cualquiera de las empresas para las que ya tantas veces
ha trabajado temporariamente, y el lunes 5 del 7 del 66 vuelve a entrar
exactamente a las 9 a.m. en la sección 18, piso 4, escalera 2, y paf se topa
con el monstruo amable.
Desde luego no es fácil aceptar la realidad del monstruo
amable puesto que en primer lugar no hay allí ningún monstruo, qué va a haber
un monstruo allí donde el jefe y los compañeros de oficina lo reciben con
abrazos y cada uno le cuenta las novedades y le ofrece cigarrillos. La
presencia del monstruo es otra cosa, algo que se impone como en diagonal o
desde el reverso de lo que va sucediendo ese día y los siguientes, y él tiene
que admitirlo aunque nadie lo haya visto nunca porque precisamente ese monstruo
es un monstruo en cuanto no es, en cuanto está ahí como una nada viva, una
especie de vacío que abarca y posee y escuchá lo que me pasó anoche, López,
resulta que mi señora. Es así como casi en seguida se sabe del monstruo porque
es increíble, pibe, prometieron un reajuste para febrero y ahora vas a ver lo
que pasa, resulta que el Ministerio.
Si hubiera que demarcarlo, irle echando un talco de palabras
para discernir su forma y sus límites, a lo mejor entrarían cosas como la pipa
de Suárez, la tos que cada tantos minutos sale del despacho de la señora
Schmidt, el perfume alimonado de Miss Roberts, los chistes de Toguini (¿te
conté el del japonés?), esa manera de subrayar las frases con golpecitos de
lápiz sobre la mesa que da a la prosa del doctor Uriarte una calidad de sopa
batida con metrónomo. Y también la luz despojada de árboles y nubes que
arrastra un plumaje mutilado por los cristales y las medialunas a las diez
cuarenta, el ceniciento fluir de las carpetas de expedientes. Nada de eso es
realmente el monstruo, o sí pero como una manifestación insignificante de su
presencia, como las huellas de sus patas o sus excrementos o un bramido lejano.
Y sin embargo el monstruo vive de la pipa o la tos o los golpecitos de lápiz,
de cosas así se componen su sangre y su carácter, sobre todo su carácter porque
López ha terminado por darse cuenta de que el monstruo es diferente de otros
monstruos que también conoce, todo depende de cómo cuaja el monstruo, de qué
toses o ventanas o cigarros circulan por sus venas. Si alguna vez supuso que el
monstruo era siempre el mismo, algo ubicuo y fatal, le bastó trabajar en
diferentes empresas para descubrir que había más de uno, aunque en cierto modo
todos fueran siempre el monstruo en la medida en que el monstruo sólo se dejaba
reconocer por él mientras sus colegas de oficina parecían no advertir su
presencia. López ha llegado a darse cuenta de que el monstruo de la Place
Azincourt, el de Villa Calvin y el de Vindobona Street difieren en oscuras
cualidades e intenciones y tabacos. Sabe por ejemplo que el de la Plaze
Azincourt es gárrulo y buen muchacho, un monstruo amable si se quiere, un
monstruito siempre revolcándose un poco y dispuesto a la travesura y al olvido,
un monstruo como ya no se usan casi, mientras el de Vindobona Street es agrio y
seco, parece a disgusto consigo mismo y respira rastacuerismo y gadgets, es un
monstruo resentido y desdichado. Y ahora una vez más López ha entrado en una de
las empresas que lo contratan, y sentado ante un escritorio cubierto de papeles
ha sentido poco a poco, entornando los ojos mientras fuma y escucha las
anécdotas de sus colegas, la lenta inexorable indescriptible coagulación del
monstruo que esperaba su regreso para verdaderamente ser, para despertar e
hincharse con todas sus escamas y sus pipas y sus toses. Por un rato todavía le
parece irrisorio que el monstruo lo haya estado esperando a él que es el único
que lo detesta y lo teme, que lo haya estado esperando precisamente a él y no a
cualquiera de esos colegas que no saben de su existencia y aunque la supieran
se quedarían tan tranquilos, pero también podría suceder que sea por eso que el
monstruo no existe cuando sólo están ellos y falta López. Todo le parece tan
absurdo que quisiera estar lejos y no tener que trabajar, pero es inútil porque
su ausencia no matará al monstruo que seguirá esperando en el humo de la pipa,
en el ruido del carrito del café de las diez y cuarenta, en el cuento del
japonés. El monstruo es paciente y amable, jamás dirá nada cuando se va López y
lo deja ciego, simplemente seguirá allí esperando en su tiniebla con una enorme
disponibilidad pacífica y soñolienta. La mañana en que López se instale en el
escritorio, rodeado de sus colegas que lo saludan y lo palmean, el monstruo se
alegrará de despertar una vez más, se alegrará con una horrible inocente
alegría de que sus ojos sean una vez más los ojos con que López lo mira y lo
odia.
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