4.27.2011

La otra cara de la ignorancia

La ignorancia como atributo positivo es formulada con toda claridad por Jacques Rancière (2005) en su libro El maestro ignorante, cinco tesis sobre la emancipación. Un libro extraño que funciona en varios contextos diferentes. Por un lado, se relata allí la experiencia de Joseph Jacotot, un veterano revolucionario francés exiliado en los Países Bajos, quien llega por su cuenta a la idea de que la ignorancia no es lo opuesto de la actividad del maestro, sino precisamente su más alta potencia. Lejos del supuesto de la docencia como explicadora de saberes, Jacotot afirma su radical confianza en que una maestría activa consiste en operar frente a los otros, frente a los niños, frente a los otros ignorantes (que, por supuesto, siempre saben algo), como recurso para activar la autonomía de sus propias inteligencias y aventuras espirituales. Más allá de todo requisito de la institucionalidad soberana, Jacotot cree que el asunto se decide en el tipo de apuesta subjetiva que guía la actividad docente: apostar -o no- por la igualdad de las inteligencias humanas como premisa, y no como horizonte.
Por otro lado, Ranciére publica su libro en el contesto del debate educativo de la Francia de la década de 1980, cuando el socialismo acababa de llegar al gobierno. En ese momento se desarrolló la polémica entre sociólogos y republicanos. Los primeros querían adaptar los conocimientos a las diferentes realidades sociales de una Francia clasista y multirracial. Los segundos, por el contrario, creían en la ciudadanía como el acceso igualitario a un núcleo de saberes universales. Rancière publica El maestro ignorante como modo de desanudar ambas posiciones, sustentadas por igual en la creencias que fundamentan la igualdad en los saberes por adquirir.
En un contexto distinto de aquéllos, no se trata hoy para nosotros de recurrir a la ignorancia (sólo) como política de boicot al régimen disciplinario de los saberes instituidos (en el caso de que aún existan), sino, sobre todo, como modo de fundar una ética en la intemperie.
Quedémonos con esta imagen de una cierta desnudez de los cuerpos (dóciles o rebeldes) antes arropados con los dispositivos de la sociedad normalizada a través de técnicas disciplinarias. Lo que nos rodea es familiar, pero también y, a la vez, cada vez más, desconocido. El fondo emocional de nuestras vidas se agita ante la permanente alteración sin reglas claras entre familiaridad y amenaza, empujándonos a escapar de esta fragilidad. Este impulso es una fuerza que busca la manera de gestionar la propia vida teniendo como guía el discurso interior (¡totalmente exterior, por supuesto!) que nos habla del temor como prudencia y norma práctica de la sabiduría. Buscamos seguridad.
El círculo (vicioso) se cierra así de un modo perfecto sobre sí mismo: los mismos dispositivos mediáticos de mercado que nos presentan el mundo como desierto nos ofrecen a la vez, a través de sus artefactos, un acceso directo (por medio del consumo) a la seguridad (Lazzarato, 2006). Sólo que ahora el acceso a los servicios básicos depende de un activismo de autogestión cada vez mayor. De este modo se nos aparece una continuidad impensada con la vieja sociedad sólida o disciplinaria: la acentuación de un "yo"  cerrado sobre sí mismo, y una exterioridad cada vez mayor del "otro" y de la propia vulnerabilidad, la propia fragilidad existencial.
Una ética de la ignorancia, en ese contexto, tal vez pueda ser postulada como el reencuentro virtuoso con la propia precariedad, hacia la invención de nuevos modos de lidiar con los "sentimientos antipolíticos".

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