4.16.2010

Monólogo del peatón (I)

A esta altura de mi vida es una gran ciudad, lo mejor que le encuentro a un automóvil es que no sea mío. Desgraciadamente ellos no parecen compartir este rechazo, y me basta salir a la calle para ingresar en un sistema y un código en los que sólo la vigilancia más atenta puede evitar el rápido paso de la integridad a la papilla.
No todos tienen conciencia de la diferencia aterradora entre las aceras y las calzadas, allí donde un simple descuido significa la pérdida de todos los derechos del peatón; nada más ominoso que ese zigzag municipal a que nos obligan para que crucemos la calle en esquinas, siguiendo como blandas ovejas los bretes dibujados por la doble hilera de clavos metálicos. La ciudad se vuelve así en un decurso rectilíneo capaz de enloquecer a todo espíritu amante de las curvas, la inspiración del instante, el atractivo de la vitrina de enfrente, el perfil de la chica que jamás alcanzaremos a ver de cerca a menos de apostarle la vida, lo que acaso es demasiado para un perfil.
Supongo que en la campaña los autos son más neutralizables, pero es un territorio que poco frecuento; urbano, en plena aglomeración de casas y cosas fascinantes, los sufro como un ejército de ocupación, una enfermedad de la tierra, un estrépito y un tufo que me agreden con su amenaza permanente, sus arietes prontos a abrirse paso entre peleles lanzados en todas direcciones. Tal vez por eso no me desagrada recorrer la ciudad en auto, cuando es un taxi o me lleva un amigo; es el único lugar donde me siento a salvo, así como hay edificios tan horribles que lo único posible es entrar en ellos y contemplar desde alguna de sus ventanas de la ciudad momentáneamente libre de su silueta. (Tal vez por cosas así nos soportamos a nosotros mismos, puesto que sólo nos vemos desde adentro.)

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