Ahora voy a
contarles alguna historia de pájaros. En el lago Budi perseguían a los cisnes
con ferocidad. Se acercaban a ellos sigilosamente en los botes y luego rápido,
rápido remaban... Los cisnes, como los albatros, emprenden difícilmente el
vuelo, deben correr patinando sobre el agua. Levantan con dificultad sus
grandes alas. Los alcanzaban y a garrotazos terminaban con ellos.
Me trajeron un
cisne medio muerto. Era una de esas maravillosas aves que no he vuelto a ver en
el mundo, el cisne cuello negro.
Una nave de
nieve con el esbelto cuello como metido en una estrecha media de seda negra. El
pico anaranjado y los ojos rojos.
Esto fue cerca
del mar, en Puerto Saavedra, Imperial del Sur.
Me lo
entregaron casi muerto. Bañé sus heridas y le empujé pedacitos de pan y de
pescado a la garganta. Todo lo devolvía. Sin embargo, fue reponiéndose de sus
lastimaduras, comenzó a comprender que yo era su amigo. Y yo comencé a
comprender que la nostalgia lo mataba. Entonces, cargando el pesado pájaro en
mis brazos por las calles, lo llevaba al río. El nadaba un poco, cerca de mí.
Yo quería que pescara y e indicaba las piedrecitas del fondo, las arenas por
donde se deslizaban los plateados peces de sur. Pero él miraba con ojos tristes
la distancia.
Así cada día,
por más de veinte, lo llevé al río y lo traje a mi casa. El cisne era casi tan
grande como yo. Una tarde estuvo más ensimismado, nadó cerca de mí, pero no se
distrajo con las musarañas con que yo quería enseñarle de nuevo a pescar. Se
estuvo muy quieto y lo tomé de nuevo en brazos para llevármelo a casa.
Entonces, cuando lo tenía a la altura de mi pecho, sentí que se desenrollaba
una cinta, algo como un brazo negro me rozaba la cara. Era su largo y ondulante
cuello que caía. Así aprendí que los cisnes no cantan cuando mueren.
(de Confieso que he vivido)
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