Por razones evidentes, aquella noche no
salimos. La noche siguiente estaba despejado y a las ocho bajamos a Times Square,
donde terminamos nuestro trabajo en veinticinco o treinta minutos, un tiempo
récord. Como todavía era temprano y además estábamos más cerca de casa que de
costumbre, Effing insistió en que volviéramos a pie. Esto en sí mismo es un
detalle trivial y no lo mencionaría de no ser porque en el camino ocurrió algo
curioso. Cerca de Columbus Circus vi a un joven negro, más o menos de mi edad,
que caminaba paralelamente a nosotros por la acera de enfrente. Por lo que pude
ver, no había nada de extraño en él. Iba decentemente vestido y no hacía nada
que sugiriera que estaba borracho o loco. Pero allí estaba, en una noche
primaveral sin nubes, andando por la calle con un paraguas abierto sobre la
cabeza. La cosa era bastante incongruente de por sí, pero luego me di cuenta de
que además el paraguas estaba roto: la tela habla sido arrancada del armazón y,
con las varillas desnudas inútilmente extendidas en el aire, parecía como si
llevara una enorme e inverosímil flor de acero. No pude evitar reírme. Cuando
se lo describí a Effing, él también se rió. Su risa fue más alta que la mía y
llamó la atención del hombre que iba por la otra acera. Con una amplia sonrisa,
nos hizo un gesto para indicarnos que nos metiéramos debajo de su paraguas.
-¿Es que quieren mojarse? -dijo
alegremente-. Vengan aquí para protegerse de la lluvia.
Había algo tan fantástico y espontáneo
en su ofrecimiento que hubiera sido una grosería rechazarlo. Cruzamos la calle
y caminamos treinta manzanas de Broadway bajo el paraguas roto. Me agradó ver
con qué naturalidad fingió Effing la broma, sin hacer preguntas, comprendiendo
por intuición que esta clase de juego sólo podía mantenerse si todos fingíamos
creer en ello. Nuestro anfitrión se llamaba Orlando y era un cómico muy dotado;
sorteaba de puntillas imaginarios charcos, inclinaba el paraguas en distintas
direcciones para evitar las gotas de lluvia y charló durante todo el camino en
un rápido monólogo de asociaciones ridículas y juegos de palabras. Era la
imaginación en su forma más pura: el acto de dar vida a cosas inexistentes, de
convencer a otros de que aceptaran un mundo que en realidad no estaba a la
vista. Al haberse producido aquella noche, el encuentro parecía concordar con
el impulso que movía lo que Effing y yo acabábamos de hacer en la calle
Cuarenta y dos. Un espíritu lunático se había apoderado de la ciudad. Los
billetes de cincuenta dólares viajaban en los bolsillos de los desconocidos,
llovía pero no llovía y no nos daba ni una sola gota del chaparrón que caía a
través de nuestro paraguas roto.
Nos despedimos de Orlando en la esquina
de Broadway con la Ochenta y cuatro, dándonos la mano y jurándonos que seríamos
amigos para siempre. Como colofón de nuestro paseo, Orlando sacó la mano para
ver cómo estaban las condiciones meteorológicas, dudó un momento y luego
declaró que había dejado de llover. Cerró el paraguas y me lo dio como
recuerdo.
-Aquí tienes -dijo-, creo que será mejor
que te lo quedes. Nunca se sabe cuándo puede empezar a llover otra vez y no me
gustaría que os mojarais. Es lo que pasa con el tiempo: cambia continuamente.
Si no estás preparado para todo, no estás preparado para nada.
-El paraguas es como tener dinero en el
banco -dijo Effing.
-Exactamente, Tom -respondió Orlando-.
Mételo debajo del colchón y guárdalo para un día de lluvia.
Como despedida levantó el puño con el
saludo del poder negro y se alejó a paso lento y tranquilo y cuando llegó al
final de la manzana se perdió entre la gente.
Fue un pequeño episodio curioso, pero
estas cosas pasan en Nueva York más a menudo de lo que uno imagina, sobre todo
si se está abierto a ellas. Lo que hizo que este encuentro me pareciese algo
insólito no fue tanto su carácter alegre como la misteriosa forma en que
pareció influir en los sucesos posteriores. Fue casi como si nuestro encuentro
con Orlando hubiese sido una premonición, un augurio del destino de Effing. En
concreto, estoy pensando en tormentas y paraguas, pero más aún en el cambio, en
cómo puede cambiar todo en cualquier momento, repentinamente y para siempre.
(El Palacio de la Luna)
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