11.20.2012

Morelliana, siempre


Aquí se cerraron unos ojos a través de los cuales

el universo se contemplaba con amor y en toda su riqueza.

Epitafio de Johan Jakob Wagner


Como los eléatas, como San Agustín, Novalis presintió que el mundo de adentro es la ruta inevitable para llegar de verdad al mundo exterior y descubrir que los dos serán uno solo cuando la alquimia de ese viaje dé un hombre nuevo, el gran reconciliado.

Novalis murió sin alcanzar la flor azul, Nerval y Rimbaud bajaron en su día a las Madres y nos condenaron a la terrible libertad de querernos dioses desde tanto barro. Por todos ellos, por lo que a veces se abre paso en nuestra cotidianeidad, sabemos que sólo desde el fondo de un pozo se ven las estrellas en pleno día. Pozo y cielo no quieren decir gran cosa, pero hay que entenderse, trazar las abscisas y coordenadas; Jung da su nomenclatura, cualquier poeta la suya, la antropología sabe de regímenes nocturnos y diurnos de la psiquis y la imaginación. Por mi parte, tengo la certeza de que apenas las circunstancias exteriores (una música, el amor, un extrañamiento cualquiera) me aíslan por un momento de la conciencia vigilante, aquello que aflora y asume una forma trae consigo la total certidumbre, un sentimiento de exaltante verdad. Supongo que los románticos guardaban para eso el nombre de inspiración, y que no otra cosa era la manía.

Todo eso no puede decirse, pero el hombre está para insistir en decirlo; el poeta, en todo caso, el pintor y a veces el loco. Esa reconciliación con un mundo del que nos ha separado y nos separa un aberrante dualismo de raíz occidental, y que el Oriente anula en sistemas y expresiones que sólo de lejos y deformadamente nos alcanzan, puede apenas sospecharse a través de vagas obras, de raros destinos ajenos, y más excepcionalmente en arrimos de nuestra propia búsqueda. Si no se puede decir hay que tratar de inventarle su palabra, puesto que en la insistencia se va cerniendo la forma y desde los agujeros se va tejiendo la red; como un silencio en una música de Webern, un acorde plástico en un óleo de Picasso, una broma de Marcel Duchamp, ese momento en que Charlie Parker echa a volar Out of Nowhere, estos versos de Attâr:

Tras de beber los mares nos asombra
que nuestros labios sigan tan secos como las playas,
y buscamos una vez más el mar para mojarnos en él, sin ver
que nuestros labios son las playas y nosotros el mar.

Allí y en tantos otros vestigios de encuentro están las pruebas de la reconciliación, allí la mano de Novalis corta la flor azul. No hablo de estudios, de ascesis metódicas, hablo de esa intencionalidad tácita que informa el movimiento total de un poeta, que lo vuelve ala de sí mismo, remo de su barca, veleta de su viento, y que revalida el mundo al precio del descenso a los infiernos de la noche y del alma. Detesto al lector que ha pagado por su libro, al espectador que ha comprado su butaca, y que a partir de ahí aprovecha el blando almohadón del goce hedónico o la admiración por el genio. ¿Qué le importaba a Van Gogh tu admiración? Lo que él quería era tu complicidad, que trataras de mirar como él estaba mirando con los ojos desollados por un fuego heracliteano.

Cuando Saint-Exupéry sentía que amar no es mirarse el uno en los ojos del otro sino mirar juntos en una misma dirección, iba más allá del amor de la pareja porque todo amor va más allá de la pareja si es amor, y yo escupo en la cara del que venga a decirme que ama a Miguel Ángel o a E. E. Cummnigs sin probarme que por lo menos en una hora extrema ha sido ese amor, ha sido también el otro, ha mirado con él desde su mirada y ha aprendido a mirar como él hacia la apertura infinita que espera y reclama.

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